LOS MÁRTIRES DE QUINTUELLES
A romería más sonada en Fabricia y sus contornos era la romería de los Santos Mártires de Quintueles. La capilla está enclavada en lo alto de un monte, allí, donde trepan las cabras, por senderos inviolados de pisada humana. El árgoma y el helecho ornamentaban aquella arquitectura salvaje, primitiva, sin huellas de civilización. Subir a la ermita en una florida tarde de junio, cuando el sol se desmayaba entre celajes áureos, era empresa tan tentadora para cualquier mozo o moza de aquellos andurriales, que se juzgarían indignos de habitar en aquellas breñas si un solo año faltasen a la romería. Era menester no tener en las venas pizca de sangre cantábrica, no haber bailado jamás el xirigüelo ni haber hecho corro en la danza prima, para no saborear el encanto de aquella romería perfumada de amor y de tomillo.
A la mañanita, cuando ya el sol asomaba su cara burlona sobre el monte, sonaba la diana. y veíase al gaitero haciendo prodigios con su fuelle, muy fachendoso, hinchando los carrillos ornados de patillas muy cuidadas. Los cohetes estallaban en el cielo claro y cristalino de la mañana, que tenía una suavidad de inocencia.
Luego era la procesión por los campos verdes, la procesión sonora y solemne, con sus dos filas de campesinos a los lados de la custodia, muy compenetrados de su papel, serios en sus burdos trajes de paño; detrás las mujerucas que silabeaban confusas jaculatorias latinas, entremezcladas de hipos, suspiros y balbuceos en bable:
-Tantum ergo Sacramentum... ¡ay, Señor! ¡que guapín tá el campo y qué altos los maizos!... Dos sochantres, mal rasurados, destrozaban el Pange lingua con guturales y bárbaros ronquidos, que turbaban la quietud idílica de los campos. El tambor redoblaba con insistencia machacona; la gaita lloramigueaba de trecho en trecho como un chicuelo caprichoso, y un poco lejos, más allá de los montes de Caces, más allá de los valles de Miera, bramaba el mar, salvajemente, sinfónico...
Sin sentir la poesía intensa de los campos, los aldeanos marchaban aprisa, sin compás, deseando terminar pronto sus deberes religiosos, para marchar a casa y comer la sabrosa sopa con tropiezos, la sopa grasienta y densísima que se pega al paladar como una golosina. Concluida la procesión, cuando ya era pasada la hora del mediodía, las casas de la aldea estaban invadidas de convidados que probaban el pote de la tierra y la dulcísima cuayada o nata de leche con azúcar.
En uno de los años que pasé veraneando entre aquellos montes, tocóme comer ¡oh inmerecido honor! en casa de los primates del pueblo, los padres de aquellos Santos Mártires a quienes se veneraba en la ermita. Porque los mártires de Quintueles no eran mártires apócrifos; eran mártires auténticos, indígenas, que se habían codeado con todos los habitantes del lugar, que habían labrado la tierra entre otros mozos, que habían «sallado» el maíz y «arrendado» las patatas. Todos los habían conocido; Pinín y Maruja de Josefa Robés. Niños aún, dados a la devoción, habían profesado, la una en las Carmelitas de Allanedo, el otro en los Agustinos de Fabricia.
Por verdadera vocación, habían pedido ir a evangelizar infieles y allá habían ido, al lejano y fabuloso Tonkín, donde estaba de vicario apostólico el tosco y burdo aldeano de Miera, fray Ramón Valdés, que tanto había deleitado con sus predicaciones a las devotas de Fabricia, cuando era recién ordenado.
Consiguieron los dos hermanos su deseo piadoso y allá se fueron al Tonkín, como Teresa de Cepeda quería haber ido con su hermano al África. Ramón Valdés, tan campechanote, tan amigo de fumar buenos habanos, con una cara risueña que alejaba toda expectativa de martirio, ni siquiera de espiritual mortificación, los recibió con su habitual humorismo:
- ¡Ay, rapaces! ¿Vosotras creéis que esto es cazar robezos en los montes de Caces, que en cuanto se dispara cae una pieza? Aquí no vale que traigáis ganas de martirio como no haya indinos infieles que quieran remataros de un hachazo... Esta cuenta del martirio es como la cuenta de las mozucas solteras que, por mucho que quieran casarse, como no haya mozo que venga a buscarlas...
Tuvieron suerte los dos hermanos de Quintueles y fueron bárbaramente degollados por unos infieles. El expediente de canonización despachose a toda prisa y la curia romana no encontró nada que oponer a las pretensiones santificantes de los de Quintueles.
Cuando se comunicó la noticia a los padres, estaban arando la tierra y quedáronse tan impávidos, como Wamba cuando le fueron a avisar que se le proclamaba rey. Siguieron cabizbajos, encorvados sobre la tierra madre y nutriz, que tiene un seno amoroso y prosaico, que no deja levantar la mirada a espacios sidéreos. Continuaron arando la tierra un año, dos, tres, sin cesar nunca, sin dejarse deslumbrar por aquel honor-que no comprendían-de ser padres de dos mártires venerados en toda la cristiandad.
Todos los años recibían idéntico homenaje de las personas que venían de afuera. - ¿Ustedes saben lo que tienen en casa, criaturas de Dios? ....
No lo sabían, no, nunca lo supieron, ni querían saberlo. Les parecía todo aquello una broma pesada y anualmente repetida, como un Carnaval. Así me lo comunicaron con su franqueza de campesinos cuando les presenté mis cumplimientos por ser progenitores de los mártires.
-No me comprenden ustedes? -dije con un aire de hombre superior. -¡Sus hijos, lumbreras de la iglesia, gloria y lustre de la cristiandad!... La madre callaba y comía en silencio su rico plato de cuayada. Por fin, me interrumpió:
Calle, calle, señorín del alma... ¡Tanto hablar de los mártires!... ¡Nosotros también lo somos aquí morriendo cada día, laborando la tierra, perdiendo las cosechas y sacando cuatro cuartos para mal vivir…
ANDRES GONZALEZ BLANCO
No hay comentarios:
Publicar un comentario